En La cinta dorada, de María Manuela Reina, Ely
Hortelano realiza un decoroso trabajo de dirección, en el que son
protagonistas todos los intérpretes: Ana Carmen Ortega, Pedro Latorre,
Antonio García Lorente, Alfonso Miranda, Miguel López y la propia Ely en
el papel de Emilia. Una obra que parece que se acaba cuando los hijos
de Emilia y Eduardo se detienen junto a la puerta, mirando a sus padres,
dándoles quizá el último adiós. Es el momento más intenso de la obra.
Pero todo comienza cuando Adela, la única hija, ya con unos años a
sus espaldas, relata desde el hoy los sucesos del ayer que ve el
espectador. Es toda la obra un 'flash-back'. Adela, personaje en el que
si alguien quiere ser muy adulador puede ver un rastro teórico de la
Adela de Lorca, en la primera escena nos cuenta una historia, la de su
familia, unos días en que estuvieron todos juntos con motivo del
cumpleaños del padre. El secreto que ha cercenado y cercena las
relaciones del grupo familiar, es el incesto habido entre los hermanos
guardado celosamente dentro de un juego acerca de los caballeros de la
tabla redonda.
Este es el secreto, pero el motivo, el punto de partida de las
diferentes concepciones es que el padre ha sido un verdadero celoso del
triunfo. Así, tiene un hijo que muy pronto será cardenal, un hijo
financiero que se cuida el cuerpo con gimnasios y el alma con amantes,
un hijo físico profesor de Oxford, y una hija que, debido a aquel
fracaso detestado y temido por el padre, se dedica a esa profesión de la
carne pero, eso sí, profesión en la que es la número uno.
Es elección de la autora no poner el conflicto sobre el escenario
sino hablar sobre él, lo que le permite utilizar la escena para hablar
de muchas otras cosas. A pesar de sonar a teatro antiguo, la puesta en
escena que consigue Ely Hortelano se permite dejar segundos vacíos en cada escena que
hacen que, pese a su larga duración, la obra se condense en esos
momentos finales de cada oscuro, dejando así que la situación se
explique por sí misma.
Lo que hay también es un buen trabajo actoral, pues Ely deja libertad
a los actores para transitar por la escena. Una puesta en escena
redonda en la que lo de menos quizá sea esa pequeña duda final pues
quizá todo sea lo que vemos: una escena grande en la que una familia
habla sobre sus problemas, pero sin entrar en el fondo para no herirse. Y
es que, como la propia autora dice: «el teatro basta con sentirlo» y,
en este caso, o se siente o no se siente. Quedémonos con eso y con el
agradable descubrimiento de un nuevo actor en el panorama teatral
ubetense: Miguel López.
(Fuente: ideal.es Vicente J. Ruiz)